Si bien es cierto que las guerras, también los saqueos e incursiones militares, han sido muy frecuentes a lo largo de la historia, es igualmente cierto que la guerra es costosa, dolorosa y tiene un alto precio para los pueblos y los gobernantes que las padecen. Es de sobra sabido que la guerra puede tener muchos motivos: entre otros, conquistar territorio, obtener botín –material y humano–, poner o deponer un rey o hacerse con el control de los recursos. La guerra que se vence es una demostración de fuerza ante el pueblo vencido pero también ante los súbditos que se sienten seguros bajo ese gobernante que les llevó al combate y ganó. También es una eficaz maniobra de distracción ante problemas internos, un canalizador de los odios y furia de las gentes hacia un enemigo externo cuando lo que se tiene en casa carece de todos los elementos necesarios para sostener su legitimidad en el poder. Aunque las numerosas guerras que emprendió Almanzor responden a las batallas frecuentes que se sucedieron entre cristianos y musulmanes en la península ibérica durante ocho siglos, no pueden desligarse de su circunstancia como gobernante absoluto de al-Ándalus en nombre de un califa títere, Hisham II, cuya reclusión en palacio se justificaba por la magnificencia del poder y buen hacer de su chambelán (hayib); en otras palabras, por sus victorias. No debe olvidarse que el califa no posee solamente la autoridad ejecutiva y militar, sino que sostiene la autoridad religiosa sobre la comunidad y en la mente de sus piadosos súbditos musulmanes es el sustituto de Mahoma en la tierra. Almanzor detentaba el poder y, consecuentemente, debía justificar permanentemente su legitimidad a través de una autoridad religiosa que no llegó nunca a disfrutar nominalmente.
De muy pocos personajes andalusíes se sabe tanto como de Almanzor, y esto no es fruto del azar. De él conocemos hasta el origen de su madre, un dato que desconocemos de muchos emires y califas, o el nombre de sus esposas, y pervive en los textos árabes un anecdotario riquísimo acerca de su vida pública y privada con el que los historiadores quisieron ilustrar su personalidad hasta convertirlo progresivamente en un personaje casi de leyenda. Su gobierno representa a los ojos de sus biógrafos el final del apogeo del poder omeya en al-Ándalus y, sobre todo, el último periodo del dominio militar andalusí sobre los territorios cristianos. Este poder se resume magníficamente mediante la cincuentena de campañas triunfales de Almanzor en distintos puntos de la Península. En todas ellas, el chambelán de Hisham dio muestras de su capacidad personal y de la fortaleza de sus ejércitos, pero en una de ellas, además, quiso plasmar la superioridad del islam frente a la cristiandad. El momento elegido para atacar Santiago de Compostela, el año 997, no fue casual, como no lo fueron las descripciones que ilustran este acontecimiento sin precedentes. El análisis historiográfico de estos pasajes muestran que hay una construcción narrativa –reconstrucción, si se quiere– de los hechos orientada a la legitimación del caudillo andalusí.
En estas pocas páginas se revisarán brevemente tres puntos: en primer lugar, cuáles son los hechos conocidos sobre esta campaña a través de las fuentes árabes; a continuación, qué imagen tenían los andalusíes sobre Galicia y sobre el santuario del apóstol Santiago; y, por último, qué sucedía en ese momento en Córdoba para que a Almanzor le interesase emprender una acción tan poco lucrativa desde un punto de vista material y en una tierra tan lejana.
La campaña y saqueo de Compostela. Verano de 997
La aceifa de Santiago representa la única incursión andalusí en el extremo norte peninsular desde la derrota de Covadonga. Almanzor no se adentró nunca en Asturias, Cantabria o la costa vasca y puede afirmarse que los límites de sus campañas en la zona norte del occidente peninsular fueron las ciudades de Coímbra, Montemor, León y Zamora. Algunos cronistas destacan la lejanía de Santiago y la dificultad para acceder a esa ciudad por terrenos abruptos.
El objetivo de sus ataques no era la conquista de territorio, sino asegurar las fronteras y obtener, por medio de saqueos rápidos, botín que llevar y exhibir en su propio territorio. Los relatos dan testimonio de las riquezas obtenidas, así como de multitud de cautivos que fueron vendidos como esclavos en las ciudades de al-Ándalus. En el caso de la campaña de Santiago hay, además, un importante componente religioso.
La expedición comenzó el 3 de julio de 997, fecha en la que el propio Almanzor salió de Córdoba guiando a su ejército y acompañado de sus dos hijos. Tras pasar por Coria y Viseo, las tropas llegaron a Oporto y prosiguieron su camino hacia el norte. Cruzaron el río Miño por Tuy y saquearon los monasterios de San Payo y el de San Cosme y San Damián. Después atacaron Iria Flavia, que había sido sede episcopal en tiempos del Bajo Imperio y con suevos y visigodos, y donde las fuentes árabes atestiguan que había otro santuario dedicado al apóstol Santiago que era objeto de peregrinaje. Los textos señalan también que les secundaban tropas cristianas dirigidas por nobles vasallos del califato. Almanzor había avanzado muy deprisa porque solo se había hecho acompañar inicialmente por la caballería. Las tropas de infantería se le unieron más tarde y para desplazarlas más deprisa las había hecho llegar a Galicia en una flota que había partido desde el puerto atlántico de Alcácer do Sal (Qasr abi Danis). Una planificación impecable para que la campaña obtuviese el resultado que él deseaba.
El 10 de agosto llegó el ejército a la ciudad de Santiago, que se hallaba vacía, pues sus habitantes habían huido al conocer la proximidad de las huestes de Almanzor y las acciones que habían realizado antes. Los andalusíes incendiaron la ciudad y arrasaron la iglesia, aunque –siempre de acuerdo con los autores árabes– mandó respetar el sepulcro del apóstol y al monje que lo custodiaba, en una acción con un gran significado religioso, pues el libro sagrado prohíbe el asesinato de sacerdotes. Después siguieron su destructivo camino hasta La Coruña, antes de emprender el regreso al sur. Las tropas musulmanas se despidieron de sus vasallos cristianos en Lamego –posiblemente los condes de Luna y Saldaña–, tras haberles entregado el caudillo andalusí varias vestimentas de regalo.
Los ejércitos de Almanzor traían consigo las campanas y las puertas de la iglesia del apóstol. Las primeras fueron fundidas y convertidas en lámparas para la mezquita de Córdoba y las segundas se dice que sirvieron para armar sus techos. Son objetos llenos de simbolismo, pero carentes de valor material. Salvo los cautivos, no se mencionan más tesoros, lo cual no es sorprendente en una región que debía de ser bastante pobre, y tampoco se hace alusión a que los cristianos recibiesen parte de un botín que debía de ser casi inexistente.
El apóstol en el imaginario andalusí
Una vez relatados los hechos, tal y como los enumeran las fuentes árabes, hemos de preguntarnos qué sabían las tropas que se dirigían hacia el noroeste peninsular de aquellas verdes y húmedas regiones y, sobre todo, que sabían del sepulcro que deseaban atacar. Los andalusíes concebían los territorios cristianos en tres grandes regiones vagas en sus delimitaciones: los habitantes del extremo noroccidental eran “gallegos”, los del norte eran “vascones” y los del noreste eran “francos”. Dentro de la amplia designación del noroeste peninsular como Yilliqiya, se distinguía la región de Galisiya, con la que se denominaba un territorio fluctuante pero que, a grandes rasgos, abarcaba el actual norte de Portugal y de la provincia de León y parte de la actual Galicia, incluida la ciudad de Santiago. El centro de esa región se ha situado en Lugo o Astorga. Ha de tenerse en cuenta que, dependiendo del período, se podía denominar, por ejemplo, yilliqi (“gallego”) a un zamorano, “vascón” a un soriano o “franco” a un turolense. La imprecisión de las fuentes en cuanto a las ciudades y sus localizaciones lleva a pensar también que el desconocimiento era enorme respecto a los pueblos que las habitaban, cuyas descripciones en las crónicas históricas y textos geográficos suelen ser muy negativas y estereotipadas, especialmente en lo relacionado con su suciedad y desaliño personal.
El conocimiento de los árabes del apóstol Santiago también era muy superficial, pero hay diversos testimonios que avalan el hecho de que eran conscientes de la importancia que tenía para la cristiandad. Los andalusíes denominaban el santuario como Sant Yaqub, pues para ellos la iglesia no era más que el espacio que albergaba la tumba objeto de las peregrinaciones. Las descripciones del santuario son tardías, todas posteriores al suceso del 997. En el siglo XI, al-Bakri hace una descripción vaga de la región y llama a Santiago “la ciudad del templo de oro” (Kitab al-masalik wa-l-mamalik, 16). Los relatos posteriores son más precisos, pero deben manejarse con cuidado porque muestran una situación harto distinta de la que debía tener la ciudad y su basílica a finales del primer milenio. Así, por ejemplo, el geógrafo al-Idrisi en el siglo XII ofrece una descripción sobre las riquezas que albergaban la iglesia y el sepulcro, que parece responder a la realidad que gozaban en época románica y que muestra una extraordinaria recuperación en los siglos que sucedieron al saqueo de Almanzor (véase “La ciudad de Compostela. Meta del Camino de Santiago” en Arqueología e Historia n.º 6).
A pesar de esto, algunas narraciones son interesantes porque se refieren a los conocimientos que se tenían del apóstol y no a la circunstancia económica y social de Santiago. El cronista Ibn Idhari (siglo XIII) habla de la importancia del santuario para los cristianos recogiendo una tradición que debía provenir de tiempos pasados y había perdurado en el tiempo:
Pretenden [los cristianos] que la tumba que allí se visita es la de Yaqub, uno de los doce apóstoles –Dios tenga misericordia de ellos–, el más cercano a Jesús –con él sea la paz–, y le llaman su hermano por la proximidad a él. Un grupo de ellos pretenden que era hijo de José el carpintero, pues ellos le llaman el hermano de Dios –Dios sea ensalzado muy por encima de semejante dicho–. Yaqub es en su idioma Ya`qub, que fue obispo en Jerusalén y se puso a recorrer el mundo para predicar. Cruzó a al-Ándalus hasta que llegó a esta región [Galicia]; después volvió a Siria y allí fue asesinado, cuando tenía ciento veinte años solares. Sus discípulos transportaron sus restos y lo enterraron en esta iglesia, que estaba próxima a [donde él había dejado] sus huellas. Ninguno de los reyes del islam había ambicionado [anteriormente] atacarla ni llegar hasta allí, por su difícil acceso, su emplazamiento abrupto y su enorme distancia (Al-Bayan al-mugrib fi ajbar al-Andalus wa-l-Magrib, ed. S. Colin y E. Lévi-Provençal, Leiden 1948-51, vol. II, pp. 294-5).
Es relevante tener presente que los musulmanes estaban familiarizados con la visita a tumbas de personajes carismáticos de los que pretendían obtener su bendición o baraka.
Crisis. Exhibición de fe y legitimidad: El Yihad
El momento elegido para la campaña es decisivo en el gobierno de Almanzor, pues parece que, tal y como señaló por primera vez Laura Bariani, en esas fechas confluyeron varias circunstancias fundamentales que hubo de tener presentes en su decisión de emprender una misión tan compleja: por un lado, el hecho de que el rey leonés Bermudo II el Gotoso (reg. 985-999) de dejara de pagar impuestos a Córdoba y anulara su vasallaje; y, por otro, los acontecimientos que tuvieron lugar en al-Ándalus a partir del año 996. En el primer caso, Almanzor habría querido hacer una demostración de fuerza ante los reyes que se le rebelasen y ayudar a los condes cristianos que se oponían a Bermudo y le seguían siendo fieles; en el segundo, el chambelán habría procurado legitimarse desde un punto de vista religioso a los ojos de los musulmanes que habrían de recibir con alegría la noticia de una victoria tan simbólica, al tiempo que distraía su atención de los problemas sucesorios que se respiraban en la corte y que estaban dando lugar a la peor crisis de su ya aparentemente consolidado gobierno.
El rey Bermudo II, cuyo reinado se caracterizó por las disensiones internas, tuvo que ponerse bajo la protección del califato, tras ser proclamado soberano en 985. A cambio, Almanzor le devolvió temporalmente Zamora, pero dos años después de acceder al trono, el rey decidió romper sus relaciones con Córdoba, lo que ocasionó que durante años el chambelán llevase a cabo varias campañas en su territorio, no solo para recuperar Zamora, sino otras más sonadas como las aceifas de Coimbra en 987, Astorga en 996 y, finalmente, Santiago al año siguiente.
Al mismo tiempo y fundamentalmente, Almanzor tenía su mirada puesta en el alcázar de Córdoba, desde el que controlaba su universo conocido. En el año 996 Almanzor rompió sus relaciones con la madre del califa, Subh, que hasta ese momento había sido su fiel aliada en el gobierno y, según algunas fuentes, también su amante. La favorita del califa al-Hakam II debió de ser en ese momento finalmente consciente de que su hijo no iba a ejercer nunca realmente el poder en el trono y que la temporalidad del mandato de Almanzor tenía visos de convertirse en definitiva. Esta idea le lleva a intrigar con servidores de palacio y miembros de la familia omeya para quitarle el mando al chambelán. Planificó sus objetivos y tomó a escondidas 80 000 dinares del tesoro con los que restaurar a su hijo en el poder de facto, pero Almanzor la descubrió cuando ya los había sacado del alcázar. Se produjo, entonces, un enfrentamiento entre ambos que las fuentes denominan wahsha (“ruptura”).
A raíz de estos sucesos, el chambelán adoptó una serie de medidas evidentemente propagandísticas de su poder: tomó por primera vez el título de al-Mansur, el victorioso, por el que iba a pasar a la posteridad; impuso en la corte el ritual del besamanos, que había sido un derecho del califa, y se estableció en su propio palacio, Madinat al-Zahira, alejado de la ciudad califal de Medina Azahara y donde llegó a pretender, incluso, que se celebrase la oración del viernes (véase “Medina Azahara. El palacio califal y la corte” en Arqueología e Historia n.º 22). A ese lugar trasladó, tras sofocar una pequeña rebelión interna, el total del dinero de la corte para evitar que en el futuro pudiese suceder lo mismo y privando así para siempre al califa del control económico de su reino. Los cronistas afirman que se tardó tres días en vaciar el tesoro real y que la suma ascendía a setecientos mil dinares (monedas de oro) y cinco millones de dírhemes (monedas de plata). Por otro lado, es necesario mencionar que para llevar a cabo estas acciones Almanzor tuvo que obtener el beneplácito público de Hisham II que salió del harén para aprobar las actuaciones del chambelán en contra de su madre. Aunque lo hiciera forzado por el temor, es significativo que la legitimidad califal política y religiosa residía todavía en él.
En todos los sucesos narrados tuvo un papel primordial el primogénito de Almanzor, Abd al-Malik, quien le acompaña siguiendo sus órdenes, como lo tuvo junto a su hermano Abd al-Rahman en la victoria de Santiago. Como demostró Bariani a través de un pasaje de Ibn Hazm, aunque Almanzor nunca se atrevió a arrogarse el título de califa, hizo un intento firme de conseguirlo en un momento impreciso, antes del 991. Este historiador sostiene que consultó a los ulemas –expertos en ciencias religiosas– acerca de esa posibilidad, pero se opusieron y su palabra era fundamental en la legitimidad islámica del gobernante. A pesar de este fracaso, la intención de Almanzor debió de ser desde muy pronto que sus hijos le sucediesen en la posesión del poder militar y político de al-Ándalus, un sentimiento que, al hacerse evidente, debió de ser uno de los desencadenantes del enfrentamiento con Subh.
Esto se ilustra también por medio de los versos que se conservan sobre la aceifa del 997. Ibn Darray, poeta de la corte, elabora varios panegíricos en los que menciona la campaña de Santiago y la considera una victoria del islam frente a la cristiandad. Este es un tópico al que recurre repetidas veces también en relación con otras victorias de Almanzor frente a señores cristianos, por lo que no sería tan llamativo su testimonio, si no fuera porque hace protagonistas de la mayoría de los versos a los hijos de Almanzor, a quienes atribuye cualidades únicas como guerreros y responsabiliza parcialmente del triunfo. Estos poemas están, implícitamente, situándoles ante los espectadores como legítimos herederos del gobierno de su padre, como más tarde sucedió.
Pero si todo lo relatado hasta ahora no pareciese suficiente para justificar la necesidad de consolidar y legitimar propagandísticamente su poder, Almanzor tiene en el período descrito un tercer frente abierto: las disputas en los territorios omeyas del norte de África. A pesar de que la historiografía moderna se ha ocupado mucho más de las campañas en los territorios cristianos, una lectura minuciosa del testamento de Almanzor nos lleva a pensar que la verdadera preocupación del caudillo no estaba en las fronteras del norte, que tenía perfectamente controladas, sino en el Magreb, que él sabía que era crucial en la supervivencia del califato cordobés. En ese revuelto año de 996 se rebeló contra él también el gobernador del territorio omeya en el norte de África, Ziri ibn Attiya y, además, lo hizo reconociendo su sumisión al califa Hisham, de quien sí respetaba sus derechos. Esta rebelión fue sofocada en los meses de octubre y noviembre de 997, justo después del verano que había visto su triunfo en Santiago, en una demostración de fuerza de la que debían haber llegado los ecos también al continente africano.
En este contexto político de disensiones internas y externas, la victoria y posterior saqueo de Compostela, el centro peninsular de la cristiandad y el lugar donde había sido coronado el rey cristiano de León, cobra pleno sentido. Con ella Almanzor se aseguraba hasta el final de su vida, cinco años después, el poder, pero, sobre todo, se aseguraba la legitimidad religiosa, el derecho moral de gobernar a la comunidad musulmana de la Península, puesto que nadie había defendido ni defendería ya más al islam en la historia de al-Ándalus como lo había hecho él.
Bibliografía
- Bariani, L. (1996): “De las relaciones entre Subh y Muhammad ibn Abi ‘Amir al-Mansur con especial referencia a su ruptura (wahsa) en 386-388/996-998”, Qurtuba 1, pp. 39-57.
- Carballeira Debasa, A. M. (2007): Galicia y los gallegos en las fuentes árabes medievales. Santiago de Compostela: CSIC.
- Puente, C. de la (1999): “El yihad en el califato omeya de al-Andalus y su culminación bajo Hisam II” en Fernando Valdés (ed.), Codex Aquilarensis 14. La Península Ibérica y el Mediterráneo entre los siglos XI y XII: Almanzor y los terrores del milenio (Actas del II Curso sobre la Península Ibérica y el Mediterráneo durante los siglos XI y XII, 28-31 de julio de 1997), Aguilar de Campoo (Palencia), pp. 23-38.
- Puente, C. de la (2001): “La campaña de Santiago de Compostela (387/997): yihad y legitimación del poder”, Qurtuba 6, pp. 7-21.
Cristina de la Puente es investigadora en el Departamento de Estudios Judíos e Islámicos (Instituto de Lenguas y Culturas del Mediterráneo del CSIC) desde 1999. Tuvo formación pre y posdoctoral en la Universidad de Tubinga (Alemania) (1992-96). Es autora de libros y artículos sobre distintas líneas de investigación, principalmente, historia de al-Ándalus, historia social y derecho islámico.
Lo de que no había otros tesoros en Santiago, lo cual no es extraño porque debía ser una región bastante pobre, te refieres a la Galicia no? El mismo territorio donde se criaron casi todos los reyes desde Alfonso II a Bermudo III, y desde Alfonso VII a Alfonso VIII, entre la nobleza galaica y de donde fueron condes, y en donde estaban las sedes eclesiásticas y ciudades más importantes del reino sin contar Oviedo, León y Zamora / Lugo, Tuy, Coimbra, Oporto, Ourense, Iria Flavia. Santiago aún no era una ciudad, sino un gran santuario, y si no había tesoros será que se llevaron lo que había al desalojarlo. Además, si tienes en cuenta que los vikingos no hacía mucho habían invadido Galicia…, o las descripciones de la Basílica de Santiago como el templo prerrománico más lujoso construido, o las centenares de donaciones que en solo 100 años había recibido, no sé, quizá tendrías que reconsiderar opiniones tan estúpidas como esa. Qué poco aprecio al Santuario cristiano medieval más importante de Occidente destruido por los árabes en colaboración con la nobleza traidora castellana-leonesa. Nada extraño, siempre ha tenido que ver más con la Europa Cristiana que con los moros reconvertidos hispanos.
Al escribir «..opiniones tan estupidas…» estas desestimando tu argumento, el respeto y la neutralidad forman parte de la interpretación. Saludos